Buenos y malos

En los entornos asistenciales es frecuente, como en la vida misma, hacer juicios de valor apresurados. Quizá esta tendencia tan humana al prejuicio nos haya salvado de muchos inconvenientes en nuestro devenir evolutivo, pero no cabe duda de que mal administrada se puede convertir en una barrera al entendimiento. Y el mal entendimiento debe siempre limitarse al máximo, a sabiendas de que no es posible evitarlo de manera absoluta, y más si nos referimos a la asistencia sanitaria o social.

Por lo general, cuando hablamos de prejuicios y malos entendidos en el ambiente asistencial se piensa en personas con comportamientos marginales que tropiezan con la moralidad del sanitario que los atiende: toxicómanos, homosexuales, prostitutas… pero sin llegar a casos extremos, también abarca a personas con pensamientos socialmente disidentes, sobre todo si el profesional es muy rígido en sus planteamientos morales, lo que incluye la ideología científico-técnica imperante como moralidad social basada en la evidencia incuestionable.

Un ejemplo de esto último es el paciente que rechaza un tratamiento quimioterápico porque ha considerado, convenientemente informado, que sus posibilidades de supervivencia con o sin tratamiento son, como diría un fundamentalista de la evidencia, estadísticamente insignificantes, y que lo que para él es significante es dignificar los momentos de vida que le queden de la mejor manera posible. Y eso además me lo espeta en la consulta enfadado con el mundo, y por inclusión, conmigo misma, porque no es capaz de asimilar tener que vérselas con la muerte tan pronto y que los demás en principio, no. Pero luego me dice que no quiere morirse hasta terminar de escribir el libro sobre su experiencia vital –la muerte es así de viva– que se ha propuesto, y yo le digo que como Sherezade, y me mira desconcertado… no lo veo más. Ignoro si consiguió terminarlo, pero lo que sí consiguió fue que yo me creyera que no moriría hasta el último cuento, ese que no se escribe jamás, y por eso me conmovió tanto comprobar que ya no figuraba en mi lista de pacientes. Que descanse en paz.

Otra disidencia mal tolerada es la de los hijos que no atienden a sus padres ancianos sin hacer un cribado crítico de la situación familiar, con el argumento simplón de que ellos cuidaron antes de sus hijos. Pues bien, resulta que aunque parezca una aberración, el amor familiar ni es obligatorio ni puede imponerse, debe construirse a lo largo de la vida, con todas sus crisis. Los padres están obligados por una ley biológica escrita en los genes a cuidar de su descendencia por una cuestión de supervivencia –e incluso esta ley se incumple a veces–, porque los hijos son la familia de los padres, pero los padres no son la familia de los hijos. Por eso, el amor fraternal hacia arriba –de hijos a padres– o hacia los lados –entre hermanos– debe construirse, no viene dado de ninguna parte, ni es obligatorio o incondicional. Este mal entendido produce muchos inconvenientes en la vida de algunas personas que se sienten incapaces de amar a quien es imposible hacerlo.

Así y todo, conozco casos de ancianos malas personas que son bien cuidados por sus hijos, lo que me lleva a pensar de dónde habrán aprendido estos hijos esa bondad, y de ancianos buenos abandonados a la sanidad o a los servicios sociales. De todo hay. Lo que quiero mostrar es que la ancianidad no es sinónimo de bondad. Es lo que ocurre de manera habitual cuando alguien fallece, que todos hablan de su lado bueno, como si comentar lo malo atrajera las iras del difunto, pero es que nos moriremos todos, los buenos y los malos, esa situación no cambia el recorrido en la vida. De hecho, la muerte de los rematadamente malos nos alivia, aunque no seamos capaces de expresarlo en voz alta.

Por eso, suelo valorar cómo han amado las personas mayores en función de cómo las cuidan sus hijos, sin dejarme engañar por las apariencias, porque igual que de padres malos salen hijos buenos, también ocurre al contrario. Así, un hijo al que yo veía como abnegado cuidador de su padre, un aparentemente bondadoso anciano al que acompañaba siempre a la consulta, un día a solas me confesó que había sido un maltratador con ellos y con su madre, que era violento, les pegaba y que por eso sus otros hermanos se desentendían de su cuidado, pero que sus principios morales le impedían descuidarlo.

Igual que no hay que dejarse engañar por hijos cuidadores entregados que esconden una hostilidad encubierta hacia sus padres como venganza por haberles impedido realizar una vida que solo ellos se boicotearon. Es el caso típico del hijo o la hija que se acaba quedando a vivir en la casa paterna de pura pereza existencial mientras el resto de sus hermanos se emancipa, y que luego les reprocha a los padres y a los hermanos su falta de realización personal de la que los únicos responsables son ellos mismos.

De lo que desde luego que no me cabe ninguna duda es del amor que le ha trasmitido a su hija doña Lola, que está en su domicilio en estado terminal de un proceso crónico, y para la que su hija ha movido el cielo con la tierra para que le proporcionen un aparato de oxígeno portátil que le permita acercarla en silla de ruedas a la plaza del pueblo a tomar café con sus amigas, como siempre, porque ella, que tiene casi noventa años, es una jovencita comparada con su amiga de noventa y cinco que no se pierde una cita en la cafetería de la plaza. Y además peinada, que no va a ir de cualquier manera, lo que su peluquero tampoco permitiría y por eso se acerca a su domicilio cada semana para que el pelo no se le quede “bobo”, –ve, doctora, cómo se me ha quedado el pelo, que ni fuerza tiene. Que no, Lola, que está muy bien peinada–. A pesar de que la hija me comenta que se fatiga mucho con el paseo, pero que le da vida. La vida amorosa que se dan ambas.

¿Buenos o malos? Mejor, buenos y malos, porque en general, todos nosotros no somos ni tan buenos, ni tan malos, sino un poco de las dos cosas. Quizá no sería mala idea tratar de vivir como nos gustaría que nos vieran cuando nos vayamos a morir, porque eso daría cuenta de nuestro recorrido.

Así que ¡a bien vivir para bien morir!

Darse a la calle

Darse a la calle es una de las recomendaciones que suelo dar a mis pacientes, y se la doy porque creo que encierra una propuesta más ambiciosa de lo que parece a primera vista. Seguir esta aparentemente sencilla sugerencia es de lo más saludable, y aunque cumplirla en toda su amplitud requiere entrenamiento, los resultados son mágicos.

Porque darse a la calle es mucho más que salir y colocarse en ella, en una cualquiera de nuestro entorno, como parte del mobiliario urbano, darse es entregarse generosamente a participar de la vida en continuo que transita por ella, siempre en presente continuo, sin parar, invitando a que tampoco nosotros nos paremos. La calle es para andar, para encontrarse con la gente, para intercambiar palabras, palmadas, abrazos. La calle es para darse a la vida conectando con otras calles en redes infinitas. Para dar y recoger sin inhibiciones enfermizas. Por algo la economía de mercado se inició con el trueque, dando y recibiendo según las necesidades de cada uno, y aunque esta idea romántica habrá que matizarla en nuestras calles actuales, no nos engañemos, no sabremos hacerlo si no entrenamos. Desde luego que hay malos intercambios, pero también hay muchos buenos, estos son los que tenemos que promover y para eso habrá que ofrecer cosas interesantes.

En la calle se juega toda la vida en una partida que no se puede hacer en solitario, es imposible, sería delirante. En casa estamos cómodos, así debe ser, pero eso tan trillado de abandonar la zona de confort tiene sentido en cuanto a que no aprendemos nada confortablemente. Vivir requiere cierta dosis de disconfort, de angustia, porque si no, para qué íbamos a querer movernos. Nos movemos cuando nos damos cuenta de que si no, no vivimos. Si no nos movemos, no producimos y sin producción no hay vida, hay muerte, que es el cese absoluto de toda producción, y de toda angustia. Ahora que cada uno decida si está seguro de querer vivir sin angustia, porque eso no es vivir.

Lo que hay es que aprender a gestionarla, y escondiéndose en casa –entiendan casa en sentido figurado, se puede estar en la calle aislado y en casa conectado con el mundo; igual que tampoco se tomen calle en sentido literal– tratando de ocultarse a la angustia no solo no la evitará, sino que probablemente la disparará, incluso aunque nos escudemos en una aparente calma inhibitoria, eso también es angustia, angustia por no angustiarse.

Es un hecho que no requiere estudios probatorios de puro sentido común –aunque hay muchos–, que las personas que viven más conectadas con los demás, las más socialmente integradas tienen mayor capacidad de superar las adversidades inevitables de la vida y son capaces de vivir mejor. Los pacientes que acuden a la consulta con el tiempo justo porque han quedado suelen venir poco, están ocupados en sus asuntos de vital importancia –familia, amigos, trabajo, ocio: amor, amor, amor, amor…–, mientras que los que tienen todo el tiempo del mundo convierten la visita al médico en una actividad irrenunciable. Estos últimos son los que parecen disgustarse cuando les damos buenas noticias, como que sus análisis están bien, su tensión y su azúcar controladas y no es necesario un nuevo control hasta dentro de 6 meses o un año. Muchas veces, cuando les informo así, se quedan como petrificados en la consulta buscando algún argumento extra para quedarse un poco más, y aunque pudiera pensar que les gusta hablar conmigo, sé que en realidad les dejo sin argumentos a los que anclar su angustia, la verdad es que los enfrento con la calle y es ahí donde se lo propongo: Matilde, dese a la calle, y Matilde me mira estupefacta. Pero luego lo va entendiendo, cómo no, a la gente le gusta vivir, a veces solo necesitan una palmada, pero la mayoría necesitan palabras, muchas palabras y abrazos, aunque esos corren de la cuenta de aquellos a los que aman. Tendrán que ganárselos, como todos nosotros.

¡Venga, a la calle!

No apechugarse la vida

Ni al pecho ni a ninguna otra parte del cuerpo: la espalda, la cabeza, la barriga… porque la vida no se atrapa, se navega, que si no se queda enganchada a algún órgano y le impide funcionar con normalidad.

De dónde iba a venir el dicho popular de tomarse las cosas muy a pecho si no de que la gente ha atribuido el origen de los ataques al corazón a las angustias de la vida mucho antes de que la Medicina aportara evidencia científica por la vía del cortisol y las catecolaminas. Queda probado que el estrés –ese difuso concepto que muchos confunden con nervios pero que en realidad es angustia– crónico produce daño en los órganos –Estrés persistente y riesgo de muerte. IntraMed.net–, que va desde trastornos funcionales, aquellos que no pueden objetivarse mediante exploraciones clínicas o pruebas complementarias médicas, a las lesiones orgánicas manifiestas que comprometen la vida de la persona. Como ejemplos de trastornos funcionales frecuentes se pueden citar el síndrome del intestino irritable, la cefalea tensional o los dolores de espalda; y como ejemplos de trastornos orgánicos directamente relacionados con el estrés (aunque habría que determinar si existe alguno que no lo esté) podemos considerar el asma, la úlcera digestiva o la enfermedad coronaria, tanto la angina como el infarto de miocardio.

Estos días, al visionar un vídeo que circula por internet y que seguro muchos conocen, me pareció de lo más oportuno proponerlo como reflexión a muchas personas, algunas de las cuales atiendo en mi consulta del centro de salud, que viven una existencia alienada, sobre todo en lo relacionado con el trabajo, o mejor, atribuido al trabajo. Sé que la propuesta puede sonar a tópico de psicología de revista semanal del corazón, pero no es más tópico que el tomarse las cosas a pecho del decir popular, ni que infartarse por no saber gestionarse la vida.

Es frecuente, por no decir que es la norma, que cuando se atiende en una consulta médica a una persona con elevados factores de riesgo cardiovascular, que además cuenta una vida cargada de estrés y se le recomienda hacer modificaciones en su relación con ese foco de estrés, sobre todo de origen laboral, como ya mencioné más arriba, el afectado responda que le resulta imposible hacer cambio alguno, por no decir inconveniente. El individuo se enroca en que no le conviene cambiar su dinámica laboral con argumentos tan contundentes como que se rumorea un ajuste de plantilla que podría despedirlo, que tiene una familia que mantener o el argumento estrella, normalmente disimulado, de que solo él sabe hacer ese trabajo como es debido. Detrás de todo esto subyacen otros asuntos que habría que valorar en cada caso y que el afectado esconde para no enfrentarlos. Y qué mejor lugar para esconder un foco latente de crisis personal que dejarse arrastrar por los tan prestigiosos responsabilidad profesional o compromiso laboral. Ahí no hay quién le haga el más mínimo reproche, ni siquiera él mismo.

Me cuesta aceptar que tenga que ocurrir un evento grave, un infarto agudo de miocardio por ejemplo, para que estas personas empiecen a valorar las cosas que son realmente importantes en la vida, la primera de todas es precisamente esa, la vida. Ahí suelen empezar a valorar el trabajo en su justa medida, a la medida de la propia existencia individual, y no al revés. El problema es que algunos no sobreviven para hacerse estos replanteamientos.

Desde aquí les propongo a todos, porque todos estamos en riesgo de enfermar si no nos ponemos a cultivar la salud y la vida, que no es necesario enfermar para valorar con qué queremos llenar nuestro envase vital: ¿de bolas o de arena?, y ponernos a ello con responsabilidad y compromiso.

Si desean reflexionar más sobre este asunto, les sugiero la lectura de «El corazón enfermo», del cardiólogo Carlos Tajer. Pueden descargarlo en IntraMed.net

 

Psicoterapia grupal en el centro de salud

Demasiado poca psicoterapia.–

La psicoterapia funciona igual de bien que los fármacos en personas con trastornos leves y moderados. Si bien la psicoterapia tarda un poco más en hacer efecto y en principio cuesta más, sus efectos beneficiosos son más duraderos, cosa que, a la larga, hace que sea más barata y mejor. Tomar una pastilla es un acto pasivo. En cambio, la psicoterapia hace que el paciente se implique al inculcarle nuevas habilidades para sobrellevar sus problemas y nuevas actitudes ante la vida. (2)

Se calcula que aproximadamente entre un 25 y un 40% de las personas que utilizan los servicios médicos generales no presentan problemas médicos mayores y que entre un 30 y un 60% del total de visitas que se realizan a un médico de familia no derivan de enfermedades médicas de importancia. (1)

Los síntomas y síndromes más típicos (ansiedad, depresión, abuso de alcohol y otras sustancias, somatizaciones…) vienen asociados a otro tipo de padecimientos, como la enfermedad médica común, problemas laborales o diversas condiciones personales como el aislamiento social o los conflictos familiares continuados. (1)

Es indudable que los servicios de Salud Mental no pueden abarcar el manejo de esta enorme demanda asistencial, por otra parte atendida de manera inicial en las consultas de Atención Primaria, donde una actuación precoz evitaría en muchas ocasiones la cronificación de los síntomas. Además, una correcta atención de estas cuestiones desde el principio podría prevenir tanto la medicalización como la psicologización de los problemas de la vida cotidiana, en plena efervescencia de una cultura subordinada a la dictadura de la felicidad empaquetada.

Un estudio publicado recientemente y elaborado con datos de los últimos diez años por profesionales del CAP Ramón Turró del Poblenou en Barcelona muestra que la terapia grupal en centros de salud reduce a la mitad los síntomas de ansiedad en los pacientes participantes. La autora del trabajo, Ruth Cañada, explica que la terapia grupal proporciona herramientas a los afectados que pueden utilizar más adelante en su vida diaria cuando dejan de acudir a las sesiones. (3)

Con esta perspectiva, 28 centros de salud de 8 autonomías participan en un proyecto piloto que busca en la psicoterapia grupal una alternativas a los psicofármacos frente a la enfermedad mental. Las primeros conclusiones de la experiencia no dejan lugar a dudas. Los encuentros entre iguales resultan más efectivos, económicos y garantizan resultados mejores y más duraderos. “Las pastillas no enseñan nada. Generan adicción y son incapaces de modificar una conducta, que es de lo que se trata”, resume de manera gráfica el psicólogo Antonio Cano Vindel, que coordina los 28 grupos de pacientes que participan en este proyecto, impulsado por Psicofundación, una organización promovida por el Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos. El proyecto Psicap, como se ha bautizado la iniciativa, ha tratado y analizado ya a más 300 pacientes. La experiencia llevada a cabo en el primer año de trabajo revela que la eficacia de las sesiones coordinadas por psicólogos multiplica por cuatro los resultados de los tratamientos con fármacos. El 72% de los pacientes que acuden a las sesiones se recuperan frente al 24% que lo logra con consultas médicas de cinco a diez minutos de duración y dilatadas en el tiempo a consecuencia de la aglomeración de pacientes. Siete sesiones son suficientes para obtener buenos resultados. Los encuentros se realizan en grupo con el objetivo de que, además de eficaces, resulten también rentables desde un punto de vista económico. (4)

Para tratar de dar respuesta a esta demanda asistencial en la Zona Básica de Salud donde trabajo, se planteó la implantación de un grupo psicoterapéutico en el Centro de Salud Casco Botánico del Puerto de la Cruz a principios de 2016. La propuesta se presentó al equipo para que todos conocieran el tipo de paciente que podría beneficiarse de la asistencia al grupo. Todos los miembros sanitarios del equipo pueden proponer pacientes para su inclusión en terapia. Antes de incluir a un nuevo participante se le hace una entrevista individual en la consulta para conocer su problema y su intención de responsabilizarse para trabajar por la mejoría de su salud. Con cada paciente se pactan dos compromisos previos: de asistencia regular y de absoluta confidencialidad.

El primer grupo se inició en marzo de 2016 y actualmente tenemos en marcha dos grupos de terapia, con reuniones de una hora y media a jueves alternos. Se trata de grupos semicerrados de entre 8 y 10 personas con el objetivo de que los participantes sean estables y se establezca una adecuada dinámica grupal.

Los grupos se sugieren a personas con cualquier malestar subjetivo –descartada la enfermedad psiquiátrica establecida (psicosis, delirios, trastornos bipolares o de la personalidad, depresión mayor en fase aguda…)– que el paciente quiera mejorar para conseguir una vida más productiva y placentera: trastornos ansiosos, depresivos, adaptativos, somatizaciones, fobias…, teniendo en cuenta que se calcula que entre el 25 y el 50% de los pacientes que acuden a los centros de Atención Primaria expresan cierto grado de malestar psicológico como una de las razones que les lleva a consultar al médico.

La problemática heterogénea de los asistentes enriquece la interacción grupal y promueve la reflexión y el crecimiento personal.

Los resultados cualitativos de este trabajo, basados en los comentarios de los pacientes –en el grupo o a sus médicos– y en su asistencia regular, se ilustran en las siguientes frases:

  • Desde que vengo al grupo he aprendido a poner más límites con mis hijos.
  • Parece que no, pero lo que se habla en el grupo luego me viene a la cabeza y lo utilizo en mi día a día.
  • Me siento mucho mejor; sigo viniendo porque me gusta, pero ya no estoy todo el día angustiada y siempre pensando en lo mismo.
  • Doctora, en realidad, lo único que me ha servido de verdad en todo este tiempo es el grupo.
  • Una persona que casi no participa, casi nunca habla, pero dice que a ella el grupo le viene muy bien y no falta a ninguna sesión.
  • Algunas personas han dejado la medicación ansiolítica-antidepresiva que tomaban previamente porque se sienten mejor.
  • Los grupos terapéuticos se han constituido en un dispositivo cercano e inmediato para ayudar a los pacientes aquejados de angustias vitales agudas.

Con la evolución de los pacientes en los grupos, que inicialmente se plantearon sin fecha de finalización para que fueran los propios pacientes los que decidieran cuándo daban por terminada su terapia –siguiendo la técnica psicodinámica–, se plantea la cuestión de enseñarlos a desvincularse para que continúen su recorrido vital de manera independiente. Con este planteamiento, estamos programando un límite temporal con la intención, por una parte de agilizar los procesos grupales y por otra, de iniciar nuevos grupos con otros pacientes que permitan dar cobertura a la demanda de nuestro centro, dado el reducido número de participantes que permite una adecuada interacción grupal.

El manejo grupal sigue la técnica psicodinámica, fundamentada en el psicoanálisis. Se trata de una terapia más breve focalizada en los problemas actuales del sujeto, sin entrar en profundidad en toda la dimensión inconsciente individual. La dinámica grupal facilita la contextualización de los problemas para poder ampliar la perspectiva de abordaje. La intervención del psicoterapeuta abre una dimensión diferente a la que el paciente trae preelaborada. (5 y 6)

Bibliografía:

  1. “Salud Mental y Atención Primaria”, Ander Retolaza.
  2. “¿Somos todos enfermos mentales?”, Allen Frances.
  3. Estudio presentado en la “III Jornada de Benchmarking en Salud Mental en la Atención Primaria” del Instituto Catalán de la Salud (ICS), celebrado en marzo de 2017 el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona.
  4. “Sanidad ensaya con psicoterapia grupal para combatir el auge de la depresión.” Fermín Apezteguia en El Correo de 22 de mayo de 2017.
  5. “Psicoterapia focal”, Michael Balint.
  6. “El proceso grupal”, Enrique Pichón-Riviére.

Certicemia

Andamos por la vida buscando certezas, algunos incluso dejan de andar, se detienen pretendiendo encontrarlas en la inmovilidad, en la parálisis. Pero resulta que en la vida lo único verdaderamente cierto es la muerte, y eso ya no es la vida. La vida es todo lo que se mueve de manera incierta hasta el reposo absoluto final. Así que moderémonos con la quietud, no se nos vaya a ir la mano.

De esta manera, por ejemplo, proliferan los seguros de vida, como si alguien pudiera asegurar eso, y los de deceso, como si fuera necesario asegurar lo seguro. Seguros de enfermedad, de responsabilidad civil, de accidentes domésticos o con el coche… Y no es que estas precauciones no tengan sentido en nuestra vida civil a efectos operativos o legales, sino que con lo que hay que tener precaución es con creerse que se puede contratar un ingreso en la inmortalidad por la vía mercantil. Como aquel viejo chiste del que estaba viviendo una catástrofe tranquilamente porque acababa de contratar un seguro de vida y se sentía a salvo hasta que la situación se hizo tan extrema que empezó también él a huir temiendo que el corredor de seguros no le hubiera tramitado la documentación.

Pero la vida no se certifica, no es necesario, es evidente: el que está vivo come, bebe, defeca, duerme, copula, pare, cría, crece, produce, camina, corre, se cae, se angustia, se levanta, empieza de nuevo… sin parar. Se le puede preguntar ¿está usted bien?, primera actuación de las maniobras internacionales de reanimación cardiopulmonar, si contesta, está vivo, si no, podría ser que hubiera que certificar su defunción.

Las angustias del vivir antes encontraban alivio en la religión, hoy el ser humano, necesitado de una creencia sin fisuras, pretende depositar idénticas perspectivas en la ciencia. Así, el desarrollo científico-técnico se convierte en un nuevo dogma de fe, ciego e incuestionable, justo lo contrario de lo que ha permitido el avance de la ciencia desde la Ilustración: el método científico, basado en la observación y la experimentación, con resultados siempre transitorios y cuestionables según futuros progresos, con teorías e hipótesis sujetas al según el estado actual del conocimiento científico, siempre revisables, permanentemente inciertas.

Esta deriva social conduce a muchas personas a consultar a los sanitarios por cuestiones de la vida que no tienen tratamiento médico: problemas de relación con la pareja o los hijos, laborales, económicos. Problemas que en muchas ocasiones generan dolencias físicas como contracturas musculares, dolores abdominales, de cabeza, acidez, dolor torácico, palpitaciones y una larga lista de somatizaciones donde se inscribe el malestar psíquico cuando se carece de recursos para elaborarlo con más eficiencia. Además, este desvío cientificista busca certezas en cualquier acto médico que la Medicina, como la misma vida, no puede aportar. Porque la Medicina es la ciencia de la incertidumbre y el arte de la probabilidad, como ya sentenciara Willam Osler hace más de un siglo.

Según un reciente artículo publicado en el Science y referenciado por Javier Peteiro en su blog Cerca del Leteo, la carcinogénesis se debería principalmente a errores aleatorios en la replicación celular. Así, alrededor de dos tercios de las mutaciones relacionadas con el cáncer no se deberían a la herencia ni a factores ambientales sino al azar. Dicho de otro modo, un 67% de los cánceres se deben sólo a errores aleatorios en nuestras células, con independencia de que nos cuidemos o no.

A veces desearíamos que nuestros mecanismos bioquímicos fueran perfectos, que el ADN no sufriera al replicarse ni un solo error, pero la Naturaleza sigue su curso no intencional y no actúa según nuestros deseos. Y parece que no sería bueno que lo hiciese, pues sin tasa de error, sin mutaciones, no habría una variabilidad sobre la que operasen los mecanismos evolutivos. Bien podría decirse, simplificando, que, si no hubiera errores en la replicación del ADN, no estaríamos aquí. La variación es inherente a la vida misma, que precisa azar y necesidad. Para organismos pluricelulares como nosotros, la vida y la muerte están íntimamente imbricadas, necesitadas de colaboración entre sí.

En realidad, es la presencia de la muerte la que confiere a la vida su extraordinario valor. Borges ya nos mostró lo que supondría la inmortalidad, un insoportable aburrimiento.

Por todo esto, mejor dejarse caer en la tentación de la vida para evitar vivir inquietantemente muerto.

Sin recursos

Salud es la capacidad de amar y trabajar

S. Freud

Cuando se plantea el abordaje de una persona sin recursos, especialmente desde el entorno sanitario público, suele pensarse en individuos con dificultades económicas y sociales, que suelen ir de la mano, personas que por diversas circunstancias han perdido la capacidad de sostenerse con su trabajo y necesitan ayuda de las instituciones. Y sostenerse con su trabajo es un concepto más amplio que el solo mantenerse en el sentido más común en que suele emplearse el término: ser capaz de vivir con el dinero que se gana trabajando. Sostenerse implica disponer de pilares más amplios que el simple cobro de una nómina a final de mes, que también, y trabajo implica mucho más que acudir diariamente a cumplir el pactado contrato de tiempo por dinero, que también. Sostenerse con el trabajo implica tener recursos: biológicos, estar sano para poder trabajar; psíquicos, poseer capacidades mentales dispuestas para la producción; y sociales, en cuanto a haber creado un entorno de relaciones saludables. Soportes de la conocida máxima freudiana de la salud como la capacidad de amar y trabajar.

Últimamente se están abordando estos temas desde la propuesta del empoderamiento de la persona para hacerla capaz de disponer y gestionar sus propios recursos, porque si no lo condenaríamos a una eterna vida de beneficencia, como se hacía en otras épocas. Las ONGs hace tiempo que lo han entendido y sus intervenciones se basan en enseñar a los desfavorecidos a vivir con su trabajo: más que llevarles alimentos –excepto en la fase aguda de una catástrofe–, los enseñan a cultivar la tierra, por ejemplo. La educación de los hijos ha sido tradicionalmente así –aunque esta circunstancia esté algo pervertida en los últimos tiempos–, se les enseña a ser autónomos, a vivir de su trabajo, o así debería ser. Sin embargo, la realidad es que todas las dificultades de estas personas se concentran en una sola: no disponen de recursos psíquicos para producirse como seres humanos independientes y activos para la sociedad.

Los motivos de esta incapacidad son múltiples e individuales, pero si no los abordamos, no será posible una verdadera transformación. Y la verdad es que desde las instituciones sanitarias públicas lo psíquico está bastante desatendido; en realidad está desatendido desde lo social, porque atenderlo obliga a implicarse, y eso no puede hacerse sin trabajo.

Estos pacientes sin recursos acuden a las consultas demandando soluciones milagrosas a problemas que en muchas ocasiones ni siquiera son sanitarios. Soluciones externas para no tener que asumir la responsabilidad de lo que les pasa: soluciones externas y responsabilidades externas, y ¿no es esto una forma de beneficencia insostenible?

Se escribe mucho sobre la insostenibilidad del sistema sanitario público, sobre dónde y cómo reducir costes, pero es que reducir costes cuesta, cuesta trabajo y responsabilidad de todas las partes, empezando por los profesionales sanitarios, que deben cambiar el discurso de la demanda taponada con una pastilla por la apertura a las incertidumbres de la palabra. Los pacientes lo entenderán después.

En el centro de salud donde atiendo mi consulta de Medicina de Familia llevo dos grupos psicoterapéuticos desde hace más de un año. A los grupos acuden personas con dificultades personales diferentes, cada uno la suya individual e incomparable con las otras. No son personas sin recursos, los tienen, por eso son capaces de demandar atención y están dispuestos a trabajar en ello. Esta experiencia me está sirviendo para valorar lo poco que se estima el valor terapéutico de las palabras; cómo muchas personas no aceptan, porque no lo entienden, que si no se responsabilizan de su vida y sus malestares no los podrán modificar, y que esta modificación no se producirá si no se implican trabajando, y que trabajar es hablar. Pero cuando lo entienden, y lo hacen, alucinan de lo que son capaces de hacer con ello y tengo que explicarles que no es magia, que es trabajo, o que sí es magia, pero de la de verdad, de la que no tiene truco.

Entonces, la responsabilidad de los profesionales pasa por ofrecer un espacio donde reconstruir los recursos psíquicos dañados en el vivir para que las personas sean capaces de recuperase. La responsabilidad de los pacientes con su trabajo personal es imprescindible para implicarse en la reconstrucción, pero es necesario ese espacio.

Estos espacios terapéuticos, de cualquier tendencia, cuestan menos que el gasto en medicamentos y en vidas anestesiadas, así que más recursos para menos gente sin recursos.

La buena educación

Con cierta frecuencia observo en mi consulta, y en la vida, cómo algunos hijos adoptan posturas autoritarias disfrazadas de celosa preocupación en la atención a sus padres ancianos. Algunas posiciones me parecen que rayan lo irrespetuoso y hasta la intromisión en la libertad individual de las personas. Evidentemente no me refiero a pacientes que sufren un deterioro cognitivo que les impide tomar decisiones de forma independiente, sino a personas de mente lúcida, que no siempre tiene que ver con los años, y por tanto con capacidad para decidir de manera libre sobre su vida o incluso sobre su muerte. Personas mayores de edad, no hay que olvidarlo, y por tanto con sus derechos ciudadanos intactos.

            Detrás de este aparente sobrecuidado se pueden esconder varias cuestiones. Una de ellas es el sentimiento de culpa por abrigar deseos inconscientes de que desaparezcan, porque les carga su cuidado o porque nunca les parece bastante una atención que en el fondo no desean ofrecer, y por eso siempre se sienten en números rojos; o bien por rencores pasados no elaborados a su debido tiempo, lo que también generará sentimiento de culpa cuando al final, según la ley de la vida, enfermen o fallezcan. En ocasiones estos rencores pueden degenerar hasta en venganza por hacer culpable a los padres de todas las frustraciones vitales. Quizá en estos casos sería más sano plantearse delegar el cuidado en otros, pero es una decisión muy íntima de cada familia.

            Otra cuestión que se pone en juego cuando los padres envejecen es que muestran la evidencia del envejecimiento también de los hijos, así que si los padres enferman y fallecen, es que esto les ocurrirá de la misma manera a los hijos. La demostración del tan temido paso del tiempo que muchos se empeñan en taponar con las múltiples distracciones de la vida diaria.

            Para hacer de abogado del diablo, aunque debemos abstenernos de opinar en asuntos internos, habría que plantearse el grado de responsabilidad que tienen también los padres en la educación de esos hijos, siempre teniendo en cuenta que a partir de la mayoría de edad todos somos responsables de nuestra propia educación. Y es que algunas veces la venganza viene de parte de los padres por no poder soportar la envidia de que sus hijos los hayan superado en la vida, por otra parte regla elemental para el progreso de la humanidad.

            Es cierto que en cada familia se producen las relaciones de una manera particular. Lo saludable sería elaborar los conflictos en el momento en que aparecen para vivir con serenidad el forzoso paso del tiempo. Esto es necesario porque no se puede vivir ignorando a la familia, pensar que eso es posible y tratar de conseguirlo es un autoengaño tan perezoso por no enfrentarse al problema como inviable. El que crea que lo ha conseguido que reflexione sinceramente consigo mismo. Otra cosa es que en el proceso se haya decidido, tras un trabajo en la relación familiar, que es tóxica y se determine que lo mejor es apartarse de ella, pero eso es con trabajo, no silenciando las dificultades.

            Un motivo frecuente de queja por parte de los hijos es la manipulación emocional a que los someten los padres en cuanto a que les demandan atención constante. Esto es así porque las personas al envejecer se sienten vulnerables y necesitan tener a alguien cercano que les dé seguridad. Aunque también forma parte del proceder personal de cada uno. La forma de manejar este asunto pasa por el establecimiento apropiado de límites que ayuden a los padres a tener más confianza en sus capacidades –me llamas si necesitas algo; o llamas a esta persona de referencia–, para de esta manera mantener su independencia el máximo tiempo posible, y también a los hijos a no sentirse culpables por sobrevivirlos y continuar con sus asuntos sin descuidarlos.

            Así que seamos educados y adultos maduros, concedamos a nuestros padres vivir con independencia todo lo que su salud les permita, cuidémoslos de manera sana para las dos partes, sin rencores ni culpas, sin abandonarlos ni dejarnos la piel en el camino, no es necesario. Así, cuando llegue el momento de la despedida, lo viviremos con sana tristeza, como debe ser.

Amor de transferencia

Uno de los momentos más gratos que puede vivirse en las profesiones sanitarias tiene lugar cuando un paciente nos agradece la atención que le hemos dispensado. Son momentos que hay que disfrutar con placer porque nos muestran que hemos hecho las cosas bien y además el paciente o sus familiares así lo han valorado. Algunas veces el agradecimiento nos coge por sorpresa y ni siquiera recordamos un motivo especial para merecerlo, pero algo habremos hecho, lo que además nos indica que hacemos las cosas bien sin darnos cuenta y por supuesto sin esperar nada a cambio, ese es el camino del buen ejercicio de la atención a la salud de las personas. Incluso a veces nos agradecen la atención aunque el paciente haya fallecido, lo que dice mucho de nuestra implicación en tratar de hacerles atravesar ese momento tan triste ofreciéndoles toda la ayuda que esté en nuestra mano. Recientemente ha fallecido una paciente mayor que se había adscrito poco antes a mi cupo por un cambio de domicilio, ya en estado terminal y a la que solo visité en dos ocasiones, una en la consulta y otra en su casa. Una de las hijas, también paciente mía, cuando vino a la consulta después del fallecimiento me comentó que su madre estaba muy agradecida de mi atención, lo que me hizo pensar por qué, si no hubo tiempo material de bien tratarla. Creo que el único mérito que se me puede atribuir es haberle dejado abierta la posibilidad de contactar conmigo si tenía algún problema; no llegó a hacerlo.

            Cuando trabajaba en urgencias hospitalarias, un lugar muy hostil no solo por la carga asistencial habitual en estos servicios, sino por la carga de angustia con la que las personas acuden a consultar, en una ocasión en que mis compañeros y yo salvamos literalmente la vida de una paciente joven que llegó al centro en parada cardiorrespiratoria –para eso estábamos allí, era nuestro trabajo–, y que no pudo agradecernos nada porque estaba inconsciente, por casualidad escuché una conversación varias semanas después entre un familiar que era trabajador del centro y un compañero al que le comentaba lo agradecida que estaba la familia y la propia paciente con el Servicio de Cardiología porque la habían salvado. No puedo negar que me asaltó la tentación de replicar que la vida se la habíamos salvado nosotros en Urgencias, sin desmerecer el buen trabajo de los cardiólogos, pero callé porque ser capaz de rescatar a alguien de la muerte no precisa de más agradecimientos. En esos días en que andaba yo con este tema en el pensamiento, un señor con la bata de los pacientes ingresados me preguntó en la zona interna del Servicio de Urgencias por otro compañero médico, le dije que no estaba de turno y le pregunté si lo podía ayudar en algo. Quiso saber cuándo podría encontrarlo porque deseaba agradecerle que según le contaron, le había salvado la vida. Mi compañero probablemente no lo necesitaba, pero seguro que se lo agradeció de corazón, y nunca mejor dicho, el paciente estaba ingresado en Cardiología.

            Quiero decir con todo esto que la gratitud siempre es bienvenida, sobe todo por lo que significa en cuanto a nuestro buen hacer profesional, pero no debe nublarnos el entendimiento disparando nuestro narcisismo estructural. No debemos trabajar para agradar a nuestros pacientes, eso siempre tenemos que valorarlo como un efecto secundario, si hacemos bien nuestro trabajo, técnica y humanamente, las personas nos lo reconocerán. Pero bien sabemos los que nos dedicamos a la asistencia sanitaria que hacer bien las cosas no siempre es correspondido de manera proporcional, y tampoco debemos buscarlo a toda costa, nos pagan por hacer bien nuestro trabajo y ese es nuestro deber profesional. Luego puede que nos lo agradezcan o que no, o que ni siquiera lo valoren, o que incluso nos lo critiquen. No debe preocuparnos demasiado.

            En lo que no podemos caer es en la complacencia para que así nos amen más, no, tenemos que hacer nuestro trabajo lo mejor posible, pero nosotros somos los expertos, los que sabemos lo que le conviene más a su salud, el paciente puede tener unas expectativas erróneas o estar mal informado, es nuestro deber informarlo bien y tratarlo según el estado del saber médico. Los pacientes no tienen que amarnos, tienen que confiar en nuestro criterio profesional porque nosotros nos hayamos ganado su confianza con nuestro trabajo, tampoco con nuestra sugestión, lo que no siempre es fácil de distinguir. Si un paciente joven que acude a la consulta por un dolor de espalda claramente relacionado con esfuerzos físicos, sin clínica que sugiera complicaciones nos solicita de entrada un escáner o una resonancia magnética, nuestro deber es informarlo convenientemente de su problema de salud, no pedirle una prueba que no está indicada y que no va a contribuir a mejorar su estado, luego él decidirá a quién amar.

            Comentaba lo de la sugestión porque es un arma peligrosa si no se la sabe manejar. Los pacientes no tienen que creernos como un acto de fe, sino porque trabajemos bien, aunque el efecto placebo de nuestra intervención no sea desestimable y el antiguo y a veces olvidado poder ensalmador de las palabras deba tenerse presente en toda relación asistencial.

            En Medicina no suele considerarse este amor que se despierta en la interacción con el paciente para utilizarlo en su mejoría. El Psicoanálisis lo describió como amor de transferencia y representa el fundamento de la relación terapéutica. Manejar la transferencia constituye el reto definitivo para la buena evolución de la cura. Tengámoslo en cuenta también en Medicina para el beneficio del paciente, no para creérnoslo embelesados.

La narrativa de la psicosomática

Una historia clínica clásica, detallada y rigurosa, con la secuencia cronológica de los acontecimientos clínicos sufridos por el sujeto ordenados de manera exhaustiva, en realidad no es más que un conjunto de datos que aportan información incompleta al auténtico proceso patológico del paciente, y por tanto a sus verdaderas motivaciones para vivir y morir, así como para enfermar en ese camino.

Si esto es así para todas las enfermedades, en la enfermedad psicosomática –y habría que considerar si existe alguna que no lo sea– la historia del sujeto, su narración se convierte en el instrumento imprescindible para poder ayudarlo. El paciente sabe, o mejor, no sabe que sabe, el momento exacto de su biografía en el que se desencadenó su cuadro clínico actual. Si conseguimos enlazar su historia vital con su historia patológica, habremos iniciado el camino de la mejoría. En medicina psicosomática, la narración de los acontecimientos clínicos ligados a los biográficos nos aportará las claves que, si sabemos descifrarlas, nos permitirán modificar el curso de la enfermedad. Se trata de interpretar el sentido de los síntomas, expresados en un lenguaje encriptado propio de cada individuo, para que sea capaz de permitirse dejar de hablar con el cuerpo y ponerle palabras a su padecimiento.

Integrar dos significaciones contradictorias, cuya incongruencia se manifiesta como un conflicto que genera sufrimiento, implica siempre trascenderlas en una unidad de sentido distinta y más amplia. En palabras del psicoanalista Luis Chiozza de su libro “¿Por qué enfermamos? La historia que se oculta en el cuerpo”.

Sara sabía que no podía ver desde que no quería saber que dio a luz un hijo autista hacía cuatro años. No sabía que lo sabía, no lo había interiorizado, aunque se lo habían dicho hasta en la calle. ¿Cómo iba a recuperar la visión si no se la escuchaba para que dijera lo que no podía?

Antonia había sufrido un traumatismo lumbar leve hacía un mes. Aunque en las radiografías no aparecía ninguna fractura, ella insistía en que tenía dolor y se encontraba muy mal. El marido matizó en la entrevista la preocupación de su mujer porque su madre falleció a los pocos días de una caída similar. ¿Se trata simplemente de temor a repetir la historia o quizá no haya elaborado el duelo por la madre? Habrá que escucharla.

¿Pero qué podemos hacer por estos pacientes? Este es el gran reto, ¿cómo podemos ayudarlos a mejorar? Pues escuchándoles las palabras que le ponen a su sufrimiento, pero sobre todo escuchándoles las que no son capaces de decir, las que ahogan porque prefieren enfermar que afrontar el conflicto vital que dio origen a su padecer. Escuchándoles las que dicen hasta conseguir que las enlacen con las que no dicen para poder nombrar lo innombrable y completar los huecos que han rellenado con silencio, y en este encadenamiento remontar hasta el momento, la mayoría de las veces olvidado, en que se inicia el proceso patológico. Así, cuando se pregunta ¿desde cuándo tiene ese dolor en la espalda? Y contestan, desde hace dos años, y ¿qué pasó hace dos años? Nada, doctor, en casa todo está bien, y en el trabajo también, si no tengo problemas, lo único es este dolor en la espalda que no se me va con nada… Todo esto dicho con cara de aflicción, aunque insistiendo en que su vida marcha muy bien. Por ahí hay que seguir hablando, ¿qué pasó hace dos años que le partió el espinazo, o qué se echó a la espalda, o quién le clavó un puñal por detrás?

Las clásicas preguntas hipocráticas no han perdido vigencia: ¿qué le pasa? ¿Desde cuándo? Y ¿a qué lo atribuye?

Para ayudar a estos pacientes, en realidad para ayudar a todos nuestros pacientes, los profesionales de la salud tenemos que abrir nuestra mente a sus palabras para escucharlos sin prejuicios, sin que intervengan nuestros propios valores vitales, y aceptar que las enfermedades psicosomáticas no son solo aquellas en las que no encontramos lesión orgánica, como entiende la medicina más cientificista, sino que las emociones mal tramitadas también producen alteraciones en el cuerpo. Las enfermedades que no tienen afectación orgánica no son enfermedades simuladas, el sufrimiento es igual de real con o sin daño histológico, igual de psicosomático. ¿Acaso es más real el sufrimiento del que se infarta que el dolor en el pecho del paciente que no tiene enfermedad coronaria, cuando ambos sufren porque se tomaron algo muy a pecho? ¿O son más reales las convulsiones de la epilepsia que las conversivas? De hecho los neurólogos calculan que más de un setenta por ciento de las epilepsias diagnosticadas son en realidad crisis disociativas. ¿Acaso las enfermedades inflamatorias intestinales o articulares, o los brotes de las enfermedades dermatológicas o endocrinas son independientes de profundos y crónicos malestares emocionales? Muchos pacientes lo entienden y así lo atribuyen, lo mío es de los nervios, y quién mejor que el propio sujeto para hacer esta asociación.

La narrativa es el tratamiento de la enfermedad psicosomática.

Medicina defensiva

Cuando se plantea la práctica defensiva de la medicina a mí se me ocurre pensar en para defenderse de qué, o de quién. Normalmente se entiende desde la perspectiva del profesional que solicita más pruebas complementarias de las indicadas, por lo menos en esa fase del proceso, o más derivaciones a otros especialistas, o un tratamiento más agresivo de lo imprescindible, o que informa al paciente de una manera sesgada hacia las teóricas evoluciones negativas por si todo fallara, o que sigue las guías de práctica clínica al pie de la letra sin tener en cuenta la individualidad de cada paciente, por mencionar algunas posibilidades. Lo habitual es que los profesionales que la practican, si es que en algún momento se les señala el sesgo, porque si no suelen considerarlo dentro de lo normal, argumenten que lo hacen para evitar las posibles consecuencias legales de un error diagnóstico o retraso terapéutico, o para evitar denuncias en los casos que se complican aunque no haya habido mala praxis, porque la medicina no lo puede todo.

Pero esto es verdad solo en parte, o solo de manera aparente, porque en muchos casos en realidad se hace para evitar implicarse en la relación médico-paciente, para evitar implicarse más de la cuenta por temor a la identificación con los padeceres de otro sujeto. En palabras del título de una novela de Stefan Zweig, la impaciencia del corazón: miedo a manejarse con las incertidumbres del no saber, tanto sobre el diagnóstico del paciente como de sus inquietudes vitales, reflejo de las que quizá el propio profesional no tenga resueltas.

Así, si no se le ofrece al paciente la posibilidad de una apertura, la oportunidad de ponerle palabras a su padecer con aquella olvidada propuesta hipocrática de a qué lo atribuye, se le atragantarán las palabras en la garganta hasta ahogarlo, se mareará hasta el desequilibrio, se las tomará a pecho hasta el infarto, se las tragará hasta la úlcera en el estómago, le dolerá la espalda de cargárselas sobre los hombros o se le elevará la tensión al insistir en no pronunciarlas.

Si se utilizan las pruebas complementarias o los tratamientos para taponar la subjetividad del individuo –le solicito un análisis o lo remito a otro especialista y así entre que va y viene no me inquieta y lo mismo mejora mientas tanto, además de que la medicina no es una ciencia exacta y siempre puede tener una enfermedad grave que pase desapercibida al inicio y luego me reclame por no haberla diagnosticado a tiempo–, se pierde la oportunidad de una auténtica mejoría, lo más que podrá conseguirse es mitigar el síntoma de forma parcial hasta que reaparezca o se transforme en otro diferente.

A una paciente de unos sesenta y cinco años la remite su médico de familia al oftalmólogo porque “le tiembla un párpado de manera intermitente desde hace unas semanas”. El oftalmólogo la estudia de manera exhaustiva con multitud de sofisticados exámenes complementarios sin encontrar sustrato orgánico que justifique el síntoma –y no signo porque no deja de tener cierta subjetividad–, por lo que decide enviarla al neurólogo para completar el estudio –por si hubiera algo que el oftalmólogo no supiera ver–. El neurólogo a su vez continúa con la solicitud de los no menos sofisticados estudios complementarios propios de su especialidad, pero tampoco encuentra explicación fisiopatológica al síntoma de la señora, aunque sí descubre como hallazgo casual –incidental que se informa ahora– un nódulo tiroideo asintomático e inaparente hasta ese momento que lo obliga a hacerle una interconsulta al endocrinólogo. El endocrino continúa el estudio solicitando sus propios estudios complementarios para tratar de llegar a un diagnóstico definitivo… La paciente comenta que hace tiempo que ya no le tiembla el párpado, lo atribuye al estrés que estaba sufriendo en aquel tiempo por un problema familiar.

Tolerar la incertidumbre del síntoma, permitir su apertura y explicárselo al paciente mostrándole apoyo en cada uno de sus momentos evolutivos, permitirá en muchos casos que se resuelva, en la mayoría no habrá lugar para necesitar defenderse de nada.